En el Credo decimos: "…por nuestra causa fue crucificado en tiempos de Poncio Pilato; padeció y fue sepultado, y resucitó al tercer día, según las Escrituras, y subió al cielo, y está sentado a la derecha del Padre; y de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos, y su reino no tendrá fin."
Sí, el Señor subió al Cielo y allí reina por y para siempre. Está sentado en el trono de la gloria. Y su reinado es eterno. Y todo lo que hizo, dijo y padeció fue por amor y entrega a nosotros.
Pues bien, El -que nos ama a cada uno (no en vano ya crucificado gritaba: "¡Tengo sed!" . Hoy sigue gritando que tiene sed de nuestras almas, sed de nuestro amor y de nuestro sí)- quiere compartir la gloria y el reinado con nosotros. La gloria, y el trono que ha recibido de Dios Padre Todopoderoso, es también herencia nuestra y nos está esperando en la vida eterna. Y eso es así, no por nuestros méritos, sino por su infinita Misericordia. Es algo que Dios nos quiere dar gratis. Sólo tenemos que darle nuestro sí, como hizo la Virgen María.
Si por el bautismo nos incorporamos a Cristo, nos revestimos del Señor, y nos convertimos en un miembro más de su cuerpo místico, la Iglesia; también somos otros cristos, otros candidatos a reinar en el cielo. Se nos promete esa herencia. ¡Y es una promesa hecha por alguien que no falla: El mismo Dios, Creador de todo lo visible y lo invisible!. Tan es así, que Él mismo firma y rubrica esta promesa con su propia y preciosísima sangre. Sigue diciéndonos que se muere de sed por que se haga realidad.
Por eso nos enseña la Madre Iglesia que aquel que recibe el bautismo, recibe la dignidad de cristiano: se le unge como sacerdote, como rey y como profeta. Y tiene un trono esperándole en el cielo.
¿Qué hay bajo el sol, que valga más que esta herencia? ¿Qué podemos tener que valga más que esta promesa de Dios, nuestro Padre y Creador?. ¿Cómo negarles esto a nuestros hijos? ¿Cómo demorar que reciban tan alta dignidad?.
Así pues, el Bautismo es el sacramento de la Esperanza. Los bautizados, sólo por el hecho de estarlo, esperamos en el Señor sabiendo que Él nos quiere acompañar siempre. Y lo que nos tiene prometido nos hace gritarle al mundo, lo que Juan Pablo II gritó aquella tarde de 1978: "¡¡No tengáis miedo!!. ¡Abrid las puertas a Cristo!".
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